Un viernes más que se aproximaba al mediodía y otro fin de semana que pasaría casi solo en el colegio, con la compañía casual de algún otro alumno que estuviese castigado sin ir a su casa con la familia o a cambiar de ambiente yendo a ver a un familiar o allegado.
Al muchacho lo internó en aquel centro escolar para niños de familia bien un abogado muy amigo de su abuelo paterno, que administraba el dinero, bien invertido de forma segura, que éste le dejó en herencia al quedar solo en el mundo. Justo el día en que el chico cumplía los quince años murieron sus padres en un accidente en la carretera, al chocar de frente en una curva contra un camión que venía en sentido contrario. Y al poco tiempo de morir éstos también se fue el único pariente que lo quería con locura. El “abuelo Miguel”, como le llamaba el crío desde que pudo pronunciar bien esas dos palabras para referirse a él.
Dos meses más tarde del sepelio de su abuelo, fue a vivir con un primo de su madre, casado y con un hijo un año mayor que el chaval, en cuya casa solamente duró unos meses. Los suficientes para conocer a un perfecto hijo de puta, mentiroso y canalla, mimado por una madre estúpida y aparentemente corta de entendederas, cuyo marido le ponía los cuernos en sus narices y o era muy tonta para darse cuenta, o demasiado lista para simular que no se enteraba y vivir como una duquesa sin que la molestase el zafio que le tocó por marido y que pasaban uno del otro sin el menor disimulo. En lo único que coincidían ambos esposos era en consentir a su vástago unigénito y creerse cuanto saliese de su boca, sin analizar ni pararse a pensar si carecía o no de coherencia alguna.
En aquella casa el crío no sólo lo pasó mal, sino que el jodido cabrón del hijo abusó cuanto quiso de él y una tarde terminó violándolo, después de obligarle a chuparle la polla, aunque sólo consiguiesen lastimarse el pito el abusón y que le sangrase el ano al abusado. Luego se lo folló alguna que otra vez, con un éxito placentero no mucho mayor que la primera vez, pero al menos sin hacerle sangre en el esfínter al pobre muchacho. Hasta que un día, el de su decimosexto cumpleaños, al crío se le torcieron los cables en el cerebro, tal y como explicó su comportamiento al abogado de su abuelo, y al pretender el otro gilipollas montarse encima suya para darle por el culo, lo empujó con tal rabia que lo lanzó contra un mueble y el golpe le hizo una brecha en al cabeza. Por supuesto la historia válida fue la que quiso contar el otro y el agresor violento y desagradecido, que no respetó la hospitalidad dada por sus parientes, era el muchacho más joven, que como regalo de cumpleaños a la semana siguiente lo mandaron interno a un colegio para pijos.
Ahora iba a cumplir diecisiete años y el muchacho no tenía a nadie que lo quisiera y le diese el calor humano o simplemente el afecto que necesitaba su corazón. Fuera del colegio no conocía a nadie aparte del abogado que era su administrador y pagaba las facturas para su mantenimiento. Tenía amigos entre sus compañeros de curso, pero nada más que eran conocidos del colegio para charlar y reír con las típicas bromas y chistes de adolescentes. Pero en lo que ponía más interés era en jugar al fútbol y hacer deporte para quemar la energía y aplacar la ira de su soledad. Y, también, amortiguar el ardor que le quemaba las entrañas y le nacía en los cojones. Así que los resultados en los estudios no eran ni malos ni buenos, solamente regulares.
Y acaso le importaba de verdad a alguien que estudiase más o se esforzase por mejorar sus notas?. Los profesores y en ocasiones el director del colegio le decían que podía rendir mucho más, pero con cumplir el expediente e ir tirando para estar en el medio, sus calificaciones ya eran suficientes, aunque no le llevasen más que a una mediocridad enmascarando el verdadero potencial de su inteligencia. La procesión iba por dentro y toda esa fuerza vital le inducía a sudar como un toro, agotando sus fuerzas con el deporte y masturbarse noche tras noche con el deseo del amor y las caricias de otro ser que fuese un hombre de cuerpo entero y no un estúpido como su repugnante primo. Al que, muy a su pesar, le debía haber conocido en la adolescencia cual era el tipo de sexualidad que deseaba vivir para el resto de su días.
Ansiaba ser poseído por otro macho ya hecho y dominante, que le hiciese saber que se siente de verdad cuando a uno le dan por el culo y no solamente notar que se la meten por el agujero. Por eso, tampoco le complacía satisfacer su calentura hormonal con cualquiera de los niñatos irresolutos que le rodeaban, debatiéndose, alguno de ellos, en continuas dudas e indecisiones propias del miedo a no ser todo lo viril que espera la familia de los machitos de la casa.
El muchacho pasaba de entrar en el círculo de las jóvenes promesas a las que le comen el coco, inculcándoles que por su posición han de asir con mano firme las riendas de la privilegiada sociedad en la que viven. Seguía sus propias reglas y convicciones sobre lo que consideraba correcto o detestable, que muchas veces no coincidían con lo que intentaban meterle en la cabeza sus profesores, y contemplaba el mundo exterior con la actitud paciente del que sabe que todavía no le ha llegado el momento de decir aquí estoy yo y soy como quiero ser.
No era feliz y notaba la falta de afecto y la necesidad de dar rienda suelta al florecimiento de su cuerpo, mas prefería consolarse solo a desperdiciar su tiempo en juegos sexuales. Pero eso no le impedía fijarse en los cuerpos vestidos o desnudos de los otros chicos, sobre todo en los bultos que los pantalones le formaban en la entrepierna cuando jugueteaban a peleas o se rozaban demasiado jugando un partido, o al cambiarse de ropa en los vestuarios del gimnasio. Y esas imágenes fomentaban su imaginación para cascársela por la noche pensando en que un tipo ya adulto lo abrazaba y besaba con pasión y después de obligarle a chuparle la verga lo follaba, sintiendo como su leche le anegaba las entrañas y apagaba el fuego que ardía en su interior. Ese era el instante en que tenía lugar la corrida del muchacho. Pero las poluciones nocturnas, sólo pueden ser objeto de bromas entre compañeros, ya que a nadie extrañan ni pueden escandalizar al ser frecuentes y absolutamente normales en adolescentes de dieciséis años, aunque haya quien dice lo contrario e incluso que perjudican la salud.
El chico pensó en lo bonito que sería tener cerca una persona que lo amase, pero eso no estaba a su alcance dentro del colegio y se dispuso a entrar en la última clase de la semana. Después perdería el tiempo esperando la hora de comer y más tarde podía jugar solo con un balón, intentando encestarlo en una canasta, o correr un rato. Y entre una cosa y otra matarse a pajas deseando que un tío lo pusiese contra la pared y lo dejase clavado como una mariposa, atravesándolo con la polla.
Al salir del aula una de las que atendía la recepción del colegio, se le acercó y le dijo: “Un señor te espera en el recibidor”. “A mí?”, preguntó el chaval sorprendido. “Sí”, contestó la mujer. Y el chico indagó: “Quién es?”. Ella respondió: “Un hombre joven, elegante, guapo, muy atractivo. Calculo que debe andar por los treinta... Y dijo que era amigo de tu padre y quiere verte”. El chaval se quedó pensativo y añadió: “No sé quien puede ser.... Sólo conozco al abogado de mi abuelo y ya debe tener más de sesenta años...... Y no dijo para que quiere verme?”. La conserje se impacientó y le dijo: “Mira. Está ahí y pregunta por ti. Así que vete a verlo y le preguntas tú mismo lo que te de la gana.... Yo no soy una recadera..... Pero ya me gustaría a mí que un tipo como ese quisiese decirme algo!”.
Al entrar en la sala de espera vio a un hombre de espaldas que miraba por una ventana hacia el jardín. Era algo más alto que él y vestía de manera informal pero se notaba en el tío un aire distinguido y que no era un don nadie. El chaval se acercó despacio, con una extraña sensación de temor que le indicaba no ir más allá y una ansiedad que le empujaba a no detenerse. Aún le faltaba recorrer unos pasos y el hombre se volvió hacia él diciendo: “Hola Alex.... Qué tal estás?”.
La primera reacción del chico fue de perplejidad y abrió los ojos desmesuradamente para entender que pasaba. Y respondió: “Nadie me llama así”. El hombre le contestó: “Era como te llamaba tu padre, aunque el resto te llamen Francisco”. “Fran. Todos me llaman Fran.... Menos mi padre que me llamaba así”, dijo el chiquillo sin salir de su asombro.